No, no me arrepiento de nada… Con esta
frase, que tomara prestada a Edith Piaf, inició su discurso Rafael Esteban
Poullet, cerrando el homenaje que, hace poco más de un año, le fue tributado en
El Puerto de Santa María, ciudad natal del poeta. Hoy, cuando el verano asoma
sus colmillos y el Sur traga sus lágrimas, abre las puertas junio y se cuela la
muerte, no sabemos si enamorada, como dijo Miguel Hernández, o infame, innoble y
maldita, poniendo del revés otro verso, éste de García Lorca, que motivos tenía
para presentir su zarpazo.
Esta noche
preñada de calor y sulfuros, la muerte se ha llevado a Faelo. Con su último
aliento, se ha cerrado una página bellísima, una de las más bellas en efecto de
este rincón de Hispania, donde él resistía como un gladiador, negándose a
aceptar que la era de Augusto había dejado paso a un cristianismo feudalizante
e inquisidor, derribando el altar de los antiguos dioses y tirando por tierra una
cultura a medida del hombre. Egipto, Grecia, Roma, servían a sus sueños un
escenario lírico, que él llenó de poemas: Poemas Sacros y Profanos
(1989), Et
in Arcadia ego (2001), El lecho pródigo (2008) y Papiros de Tebas (2011). Y una novela, Yo, Juan, el discípulo amado, brillante y polémica, que fue llevada
al cine.
Era un sabio
Faelo, más allá de los versos y aquella arquitectura sencilla y magistral que su
obra esplendía. Incrédulo, hipercrítico, desengañado a veces y otras tantas
apasionado, había hecho de la heterodoxia un estilo de vida, una forma elegante
de estar en el mundo, sin molestar a nadie ni aceptar el enojo de las insidias,
pompas y vanidades del oscuro parnaso que nos tocó vivir y padecer.
Humanismo, hedonismo, lenguaje -escribimos en cierta ocasión-, son las fuentes fundamentales donde bebe la lírica de Faelo, tributario de una
filosofía, una ciencia, un arte, una política, de cuya semilla ha crecido y
fructificado el árbol de la Utopía. El lenguaje, pulcramente bruñido y refinado
siempre, nos conduce al común territorio de la experiencia, eso sí, trascendida
por el irrenunciable ejercicio de la razón, sin la cual el placer no sería
posible ni, desde luego, humano.
Pero, por encima de todo, que ya
es mucho, era Faelo un hombre singular, un espíritu puro, acaso el de algún
caballero del viejo ordo equester
romano, investido de una nobleza poco o nada común, capaz de refrescar con
gestos y palabras esta atmósfera tóxica que se respira en los mentideros de la
literatura.
Hoy, la muerte enamorada o la vida
desatenta, nos han privado de él y la luz que irradiaba. Se ha ido en un
momento en que el bárbaro incendia las últimas columnas de un mundo condenado a
más de cien años de soledad. Sus cenizas, con las de la cultura, que tanto amó,
rubrican una era de utopías, ahora más desvalidas, tras su óbito. Y en todo
caso, como antaño cantó García Lorca, tardará
mucho tiempo en nacer, si es que nace,/ un andaluz tan claro, tan rico de aventura…
Sit terra tibi levis (que la tierra te sea leve).
Y hasta siempre, compañero.
©
Domingo F. Faílde, 2012