Entre los poetas
de la generación del milenio –agrupo bajo esta denominación a los autores que
empiezan a publicar en torno al año 2000- y ciñéndome a aquellos que la
provincia de Cádiz ha aportado a la poesía española, destaca con diferencia el
nombre de Luis García Gil, un poeta solvente y riguroso que, en los umbrales de
su joven madurez, ha venido creando una obra sólida, al margen de alharacas
intempestivas e inasequible a halagos escolásticos, todo en beneficio de lo
fundamental: la conquista de una voz propia, que ahora suena con nitidez en
medio del ecléctico guirigay de estos tiempos oscuros.
La música y el
cine delinean en su escritura una mitología que, si bien irrumpió en la
literatura hace bastantes décadas –recordemos al Rafael Alberti de Yo era un tonto…-, ahora adquiere un
perfil, arraiga en la experiencia del hombre cotidiano y codifica un espacio
simbólico donde el lector no tarda en ubicarse y reconocerse. Realidad y
ficción se mezclan e interactúan, proyectando a través del lenguaje poético las
pasiones y obsesiones con que el autor se integra en su contexto histórico: el
amor, acaso depurado de sus largas secuelas petrarquistas, el dolor, la
esperanza de un mundo que se debate con sus contrarios, el compromiso de la
palabra… Todo ello en un cauce formal que parte sin complejos del orbe de los
clásicos y se va despegando sabiamente hasta alcanzar esa libre dicción que
confiere el versículo, sin tropiezos sonoros ni sintácticos, en un alarde de
tino y pulcritud.
Con estos
elementos, Luis García Gil, más que ofrecer anoche en Damajuana una lectura
poética, protagonizó una velada que, sin vanas hipérboles, puede calificarse de
excepcional: todo medido, previsto, elaborado, con el tacto exquisito de quien
sabe poner en escena lo más bello de sí, reemplazando la consabida performance -¡tan de moda!- por el
espectáculo natural de una poesía bien hecha, bien pronunciada y excelentemente
comunicada.
Para ello contó
con un colaborador singular, David Moya, un cantautor murciano, a quien mejor
cuadrara definir como poeta de la canción y ello por un hecho tan simple como
evidente: lo es. Tanto en los textos propios como en los que selecciona con
sumo gusto, se desenvuelve con arte, ritmo y la magia precisa para seducir,
como anoche, a un auditorio que atestaba el local. Habrá que dedicarle una
velada, toda vez que este público obligó por dos veces a Moya y García Gil a
hacer extras, lo cual es infrecuente.
Y habrá que hacer
balance del conjunto de estas veladas, que pusieron, desde el primer momento,
muy alto el listón. Así, sencillamente, la poesía.
© Domingo F. Faílde, 2012.-