Que algo tendrá el agua cuando
la bendicen, lo solían decir en otro tiempo, cuando el agua era fresca y corría
libre, sin gravámenes mostrencos ni nadie que la usurpase por presura, como en
la rancia Edad Media, y cualquier bendición sabía a gloria bendita. Viene el
refrán al caso de Sevilla y la justa celebridad alcanzada por sus poetas,
aquella denominada escuela sevillana, que no es mejor ni peor que la granadina,
pongamos por caso, sino grande; grande, sencillamente, con sus luces, sus
sombras, disputas, diásporas, porque de todo alienta en la belleza, que es el
motor y la meta de la sensibilidad.
Hubo
derroche ayer de sensibilidad en la velada poética que congregara en el patio
andaluz del café Damajuana las voces poéticas de cuatro mujeres: Ana Isabel
Alvea, que capitaneaba el coro de las musas, Isabel Martín Salinas, Marta López
Flores y Rosa María García Barja, arropadas por los arpegios del guitarrista
José Manuel Ibáñez Lérida.
Las
autoras hicieron gala de lo que las distingue: todas ellas poseen una voz
propia y una andadura casi en solitario, en la que fueron templando sus
obsesiones líricas y, desde luego, su estilo.
Conocíamos
a Ana Isabel Alvea, que ya compareciera en este mismo foro hace un año y a
quien leímos su primera entrega, Interiores,
de la mano de ese proyecto editorial que dio en llamarse Versos en Huida, aludiendo
quizás a la intención contraria. Su poesía, como es habitual, discurrió por
cauces de sencillez y emoción, por donde suele navegar la autora, al encuentro
de la palabra esencial, que nombra las cosas sin apenas rozarlas, para que su
belleza relumbre en el discurso.
También a Marta Flores la
conocimos, hace algo menos de un año, en Sevilla. Su voz es recia, su palabra
directa, su poesía se adentra en las entrañas de sus lectores con vocación de
estallar, especialmente cuando aborda temas sociales y la injusticia se le
clava en el corazón.
Rosa María García Barja eligió, a su manera,
el territorio de la experiencia. Su poesía se nutre de la vida y a la vida
devuelve la quintaesencia de su emoción creadora: poemas de versos largos, que
a veces se desbordan y sesgan hacia el espacio textual de la prosa, sin perder
nunca el norte ni apearse del tono cordial que le caracteriza.
Isabel Martín Salinas,
almeriense de Adra, aunque reside en Sevilla, nos sorprendió cantando las singulares
arias de sus óperas, en cuyos textos se dan cita lirismo, ternura y habilidad
narrativa. Acompañada a la guitarra, que tañía ella misma, su voz sonaba firme
y bien templada, caldeando el ambiente, ya tórrido, de la noche.
El guitarrista José Manuel Ibáñez
puso fondo musical a los poemas de las autoras intervinientes.
Y el acto, muy hermoso.
Redacción.-