La poesía de
Chencho Ríos se caracteriza por su evidente singularidad. Es lo que suele
denominarse un poeta-isla, un creador solitario, que realiza su obra
deliberadamente apartado de los cánones preestablecidos, las tendencias
generacionales y, sin ninguna duda, las modas y esas demandas mediáticas que reducen
el panorama literario a una simple cuestión de uniformidad.
Él es su propio
modelo, la medida de todas las cosas, la mirada del hombre que, bajo el cielo
estrellado, descubre el universo continuamente, se descubre a sí mismo y
concluye que el resultado de su visión es un sueño complejo, como la vida
misma, donde se mezclan y caminan juntos la experiencia de lo vivido y la
intuición de lo contemplado, generando un lenguaje que, como en la dialéctica
de Hegel, va desplegándose, hasta alumbrar esa realidad textual que, en prosa,
versículo o cualquier otra técnica, llamaremos, para entendernos, poema,
vehículo en cualquier caso de ese extraño portento que denominamos poesía.
Cuestión de
nombres, pues, que indaga Chencho Ríos en los pliegues de la memoria colectiva
y en el córtex individual, sirviéndose de técnicas psicoanalíticas,
provenientes, en su caso, de Jung. Deja, pues, que la mente –bien individual o
colectiva- se exprese en libertad, libere sus fantasmas y salga así al encuentro
de su propia liberación, lo cual obliga al poeta a romper las barreras
convencionales entre géneros literarios, en un discurso integrador, unas veces
hermético, otras cercano al realismo sucio y otras teñido de un lirismo
intenso, con el sello indeleble del autor.
Anoche, en
Damajuana, lleno hasta rebosar, ofreció una lectura memorable. Él jura por
Snoopy que todo fue improvisado. Increíble, pero tampoco importa; fue lo que
fue, un acto hermosísimo, bien medido y mejor conducido, no menos que las
palabras del poeta Pedro Sánchez Sanz, que, en menos de cinco minutos, trazó
una acertada semblanza de Chencho y, con tanto rigor como pericia didáctica,
introdujo a los asistentes en las complejidades de lo que, seguidamente,
habrían de escuchar.
Y escucharon con
atención, teñida de asombro y arropada magistralmente por la música de Paula
Granados de Osma, una joven y casi inédita pianista, que dejó constancia de su
alto nivel, con partituras de gran calado: Grieg, Mompou, Debussy Schoemberg,
Béla Bártok, Satie, Granados y otros, que se ajustaron perfectamente a la
dicción del poeta y caldearon la atmósfera estética del recital.
Cuando remite, al
fin, el duro estío, confortan estos breves, imprescindibles encuentros con una
belleza que el lado oscuro de la historia se empeña en eclipsar.
Redacción.-